Martes, 05/09/2006 @ 03:44 AM

Una noche cualquiera

En noches como aquella lo más normal era que cogiera algún libro, y mi brick de leche, para ampararme en el frescor de la noche, tratando de agotar -o tal vez disfrutando- de mi insomnio, acuciado por el calor del día. No mucho tiempo atrás esa costumbre la había cambiado por mirar las estrellas en pelotas desde mi balcón, también con mi brick de leche. Pero esa noche sería diferente.

Esta vez no buscaría el sueño entre las líneas de historias de dragones, vampiros o naranjas mecánicas. No intentaría atrofiar mi cerebro en la televisión para quedarme frito. No alzaría la vista al cielo tratando de encontrar estrellas que me hablaran de tiempos pasados, o de tiempos futuros. Ni siquiera perdería el tiempo en llamadas intempestivas para discutir sobre la naturaleza de los tomates.

Esa noche, empezaría a escribir mi libro.

Era la primera noche en más de un mes que no me caía rendido de sueño. El silencio de la calle, apenas rasgado por el ruido de los camiones de la basura y por el escándalo que en la habitación de al lado montaban mi colega -por aquel entonces compañero de piso- y su novia, me envolvía con una extraña sensación de inspiración, seguramente causada más por la marihuana de Celia que por otra cosa, pero con las ganas de sentarme junto a la ventana a aprovechar las pocas horas de frescor bajo la tenue luz del portátil.

Y entonces una sola sensación me invadía. Ansia. No un ansia cualquiera, como el mono de una droga, o como las ganas de ver a alguien. No un nerviosismo como el que te desborda antes de entrar a un examen. Era más bien una necesidad más que física de aquello que últimamente me había traído una paz que tanto necesitaba...

Piel. Su piel.

La piel puede ser un medio de comunicación mucho más poderoso que la más locuaz de las lenguas. Un simple roce entre pieles es capaz de convencer de las locuras más atroces al tipo más responsable que conozcas. La piel nos indica cómo se siente una persona, desde sus sensaciones más mundanas como el frío, hasta el nivel más profundo de -in-consciencia, pasando por una enfermedad...

Pero de alguna manera, aquella piel tenía algo de especial que no terminaba de comprender. Era como si segregase algún tipo de droga que me mantuviera todo el día deseando estar pegado a ella. Rozándola suavemente, acariciando cada centímetro, explorando rincones donde despertar nuevas sensaciones con un gesto tan simple, tan sencillo, que en su propio minimalismo se convertía en la mayor expresión de la belleza.

Aquella piel, sobre todas las que había conocido hasta entonces, era capaz de decirme cosas. Cada vez que mis dedos volaban sobre ella, hablaba conmigo revelándome secretos, recordándome lo que ya sabía, pidiendome más, y callando para escucharme a mí.

Durante unos cuantos meses aquella piel había sido mi perdición, mi compañera y mis sueños más ocultos, hechos realidad. Había aprendido a escucharla y a hacerla que me entendiera. Había jugado con ella día y noche. Había sentido su calor cuando no estaba cerca y sufrido su necesidad con la fuerza de un vendabal que convertía un fin de semana en dos largos meses de ausencia.

Y todavía hoy, si cierro los ojos, puedo verla claramente, temblando a mi lado, con mis manos aferradas a su sudor, con su respiración entrelazada con la mía, con sus piernas y sus brazos amenazando con no soltarme nunca, y con esa sonrisa en los labios que era capaz de iluminar el día más sombrío.

A veces la recuerdo dormida en mi cama, cómo podía quedarme durante horas mirándola, iluminada apenas por la tenue luz de la ventana. Aquella ventana por la que no debía de llegar la luz del sol...

Y las más veces la recordaba con esa fuerza intensa con que nos convertíamos en uno, mezclando algo más que nuestro sudor, acariciando nuestras pieles como si quisieramos desgastarlas, sintiendo el placer en toda su dimensión, jugando a buscarnos y encontrándonos tan a menudo que debiéramos habernos cansado pronto. Pero no fue así.

El olor de su piel cuando la mordía se convirtió en la más dulce de las fragancias para mí, y encontré en ella todo cuanto había buscado y probablemente cosas que ni siquiera sabía que buscaba. Cuanto más la besaba, más iba creciendo la necesidad de hacerlo de nuevo. Cuanto más la tocaba, mayor era mi ansia por su piel.

Pero lo mejor de aquella piel era conseguir llevarla de paseo por el mundo. Dejarla flotando en la noche bajo las estrellas del Atlántico, compartir un viaje en barco con regalos, o revolvernos entre la hierba mojada de la selva acompañados por la música de un piano eran algo más que juegos con la imaginación. Mis manos acariciando su piel suavemente sin cesar mientras nos íbamos de viaje con los ojos cerrados, conseguían sacar de su cuerpo sensaciones que nunca hubiera sospechado.

Ella solía decirme que ojalá pudiera sentir cómo se sentía en esos momentos, pero a veces creo que ignoraba que lo más grande que me dió fue precisamente el permitirme que la llevara de la mano por esos mundos, y observar su sonrisa cuando intentaba ocultarse en mi regazo mientras devolvíamos nuestras respiraciones a su ritmo normal.

Me atrevo a decir sin dudarlo, que ver aquella sonrisa en su cara y escuchar cómo su cuerpo se estremecía durante horas, es lo más cercano que he estado nunca de la Felicidad.

Aquel tiempo pasó fugaz, como pasan las cosas buenas, sin darnos tiempo a comprender lo que estaba sucediendo en su plenitud. Lo bueno de no tener que pensar sobre algo es que puedes disfrutarlo, sin más contemplaciones que la de aprovecharlo al máximo y ser feliz con ello. Hacernos promesas imposibles, contarnos todo aquello que haríamos o amenazarnos con cumplir deseos se convirtieron en juegos habituales.

Habíamos convertido esa sensación inicial de extrañeza del "¿Cómo hemos dejado que nos pase esto?" en la sorpresa diaria del querer más y más.

Y mientras pensaba en todo esto durante aquella -por fin- silenciosa noche, las sábanas de mi cama se revolvieron para dejar que la luz de las farolas iluminasen sus ojos que me buscaban después de haberlo hecho sus manos por el colchón. Su sonrisa me invitó como cada noche, y volví a abrazarme a aquella piel que, por decirlo llanamente, me había hecho enloquecer...

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