Lunas
No puedo evitarlo. Siempre he sido un enamorado de la noche, de los astros en el cielo. Antes me
fijaba más en las estrellas. Me fascina su perfección, su inexorable quietud que sin embargo esconde
un movimiento rítmico, matemáticamente programado. La eternidad y la perfección unidas en la más
espléndida de las bellezas.
Sin embargo, últimamente, me maravilla más la Luna. Esa creadora de mareas, no sólo en los océanos
sino en las cabezas de las personas, como ya se decía en Othello, que vuelve locos a los hombres. Ese
misticismo cómplice de la Madre Tierra. Ese embrujo que emboba a los gatos. Ese oscurantismo de sólo
mostrar una cara, ocultando la otra para aquellos que se atrevan a penetrar en los más profundos de
sus secretos. Esa mutabilidad de ir cambiando su perfil a lo largo de los meses. Esa brevedad en la
noche al compararla con las sempiternas estrellas a las que osa eclipsar por unas horas. Esa osadía de
cada cierto tiempo atreverse a ocultar el Astro Rey para maravilla de todos los mortales...
En resumen, es esa contínua vida que viene y va, y que trasmite a todos los seres que la contemplan y
se atreven a explorar su Tradición, la que convierte esa figura en la más maravillosa de las que
iluminan la noche.
Pero cuando la observo en su plenitud, como anoche, jugando a esconderse y asomarse detrás de las
nubes, mostrando toda su cara pública, me doy cuenta de que es una cara triste. Y la acompaño en su
viaje por la noche estrellada, tratando de preguntarle qué la entristece, hasta que la veo enrojecer,
quizá por la vergüenza, y esconderse tímidamente tras el horizonte, dispuesta a volver una noche
más, cuando las sombras inunden el mundo.
Hasta esta noche, triste -pero hermosa- dama...