Lunes, 04/06/2007 @ 08:04 AM
El río
Cierra los ojos, déjate llevar, vente conmigo...
Estás en mitad de un bosque, donde todo huele a verde, a tierra húmeda,
a aire limpio. Los árboles no son demasiado densos y la luz del sol lo
inunda todo, lo convierte en un lugar agradable para perderse, para
pasear durante horas. Por todos lados oyes el trinar de los pájaros, la
hierba pisada por algún animal que pasea cerca, pero sólo te infunde un
sentimiento de que todo está en su lugar, en orden, en paz.
Andas entre los árboles sin seguir un camino establecido. Lo creas tú
misma, decidiendo a cada árbol por qué lado bordearlo, qué dirección
tomar, dejándote envolver por la naturaleza, por su manto mágico de
vida, su tranquilidad. Cada árbol que dejas atrás tiene una historia a
sus espaldas, una larga vida observando tranquilamente este sitio,
guardando los caminos escondidos, sirviendo de guía para muchos
animales, de hogar para otros, susurrandole al viento historias para que
las lleve tan lejos como pueda, intentando que otros como tú vengan por
estos parajes.
Y sigues andando, adentrándote en el corazón del bosque, recorriendo
todos sus rincones, haciendo tu propio camino que nadie más recorrerá
nunca, no igual que el tuyo, atenta a cada sonido, a cada olor, a cada
color. Andas sin saber, pero sobre todo sin preocuparte, la dirección en
la que vas. Hace ya muchos árboles que ese tipo de preocupaciones se
quedaron demasiado lejos para escucharlas, y su recuerdo es tan sólo un
eco en tu memoria. Un eco tapado cada vez más por el sonido agradable de
agua sobre rocas, un sonido que llevas escuchando un rato, que llama tu
atención, hacia el que te diriges curiosa.
Unos árboles más alante empiezas a vislumbrar un claro en el bosque, y
el olor a humedad se hace cada vez más claro, mas fuerte, llenándote y
llamándote a buscarlo, hasta que descubres entre tanto verde un río de
agua clara, reflejando la luz del sol como si fuera un espejo. Y
descubres que ese sonido que ahora lo llena todo proviene de una cascada
enorme que queda a un lado, una caída de agua en forma de cola de
caballo que termina estrellándose abajo sobre un lecho de rocas
suavizadas por el constante rodar del agua sobre ellas.
Te asomas a la cascada sin miedo, sintiéndote segura en este mar de
tranquilidad, dejando que el olor a agua rompiendo contra las rocas te
llene por dentro, limpiándote. Dejas que el vértigo se convierta sólo en
un recuerdo envuelta en el sonido del agua que sube desde ahí abajo, y
entonces miras hacia el otro lado, hacia donde viene el agua.
Ves cómo el río se retuerce entre los árboles del bosque, creando (él
sí) su propio camino, inmutable en apariencia, pero tan cambiado a
través de los años. Te imaginas remontando el río, viendo todo aquello
que éste agua que cae al fondo de la cascada ha visto antes de llegar
aquí, encontrándote otros ríos que confluyen en éste, que lo alimentan,
que significan caminos alternativos mientras sigues imaginando que
remontas río arriba.
Y subes más y más, haciéndo el río cada vez más estrecho, cada vez menos
caudaloso. Dejando poco a poco el bosque atrás, subiendo montaña arriba
por un camino cada vez más escarpado, cambiando árboles por matorrales y
más arriba matorrales por rocas, convirtiéndote en arroyo, aparentemente
insignificante, pero sabiendo en lo que se convertirá más abajo. Te
dispersas filtrándote entre las rocas, en la tierra, convertido en
hilillos de agua pura, cristalina, hasta fundirte con la nieve que vive
en la montaña.
Y desde esa altura miras abajo, ves el mundo a tus pies, puedes
imaginarlo todo, puedes ver el curso remontado, cómo se mete de nuevo en
el bosque, como se pierde entre las ramas de tanto verde, cómo llegas
hasta esa cascada... y allí te ves, de pie junto al río, mirando
ensimismada hacia arriba, ensoñada con el viaje que acabas de hacer, y
de un vuelo vertiginoso vuelves desde lo alto de la montaña hasta la
cascada.
Parpadeas por fin, como si hubieras despertado de un sueño, con una
sonrisa en los labios, y mirando el agua que pasea delante de tí,
decidida a precipitarse cascada abajo. Y de nuevo te imaginas
transportada por ella, saltando al vacío sin miedo, dispersándote en el
aire para estrellarte contra las rocas, acariciándolas para hacerlas más
suaves, rehaciéndote de nuevo abajo de cada una de tus gotas, para
seguir tu camino hacia delante, siempre hacia delante.
Y te paseas entre más rocas, conviertiéndote en rápidos, nerviosa,
ruidosa, llamando la atención en medio del bosque, llamando a más gente
para que, como tú, se queden ensimismados con el agua que ahora eres
pasando delante suyo. Otras veces te conviertes en aguas tranquilas,
paseando tranquila entre las raíces de los árboles que beben de tí,
disfrutando de la película que es la vida mientras pasas por ella. Otras
incluso te detienes en seco, queriendo abarcarlo todo, tranquila,
quieta, silenciosa, convertida en un lago donde los demás puedan ir a
divertirse, a jugar, a disfrutar de un día agradable. Abarcando y
escondiendo vida dentro de tí, guardando secretos que sólo reverlarás a
quienes tengan el valor y las ganas de zambullirse dentro de tí para
conocerlos. Dejando que la gente nade en tí, sujetando barquitos de vela
haciéndolos flotar y meciéndolos para cuidar a la gente que va encima de
ellos. Creando y viviendo de la paz y la calma.
Pero al final encuentras un camino por donde seguir avanzando, hacia
delante, cada vez más grande, cada vez con más cantidad de agua,
arrastrando más vida en tu interior, regando campos, viendo mundo. Y
creciendo, creciendo tanto que al llegar a una ciudad, sus habitantes te
enmarcan, te engalanan, te engrandecen construyendo cosas a tu paso,
viviendo de tí, orgullosos de tí. Y te sientes importante y señorial,
dejando que te mimen como tú mimaste más arriba todas las cosas por las
que has pasado. Y te sientes orgullosa de poder llevar sus barcos, de
servir de medio de vida a tanta gente, cargando sus pesados transportes
y recibiendo su cariño.
Pero cuando dejas la ciudad atrás ves de repente que a pesar de tanto
trato señorial, de tanta admiración como para ponerte en sus postales,
la ciudad te ha contaminado llenándote de mierda, de cosas que ya no
quieren como si fuera tu responsabilidad llevarlas lejos de sus cómodas
y estúpidamente sedentarias vidas. Así que asqueada corres, corres todo
lo que puedes empujada por la enorme cantidad de agua que ya llevas
contigo, hasta terminar desembocando al mar.
El mar, un mundo infinito de lugares a los que ir. Una cantidad tan
ingente de agua en la que limpiarte, en la que nadar hasta hacer
desaparecer todos esos desperdicios, haciendo olas o tranquila a la luz
de la luna y las estrellas. Recorriendo el mundo en rápidas corrientes
submarinas, hablando con las ballenas y decidiendo a tu antojo en qué
costa del mundo prefieres despertar al día siguiente. Visitando los
fríos polos o las cálidas playas del caribe, bajando hasta los más
profundos abismos que nadie más ha visto o nadando el pacífico entero en
la cresta de una ola. Empujando transatlánticos y cargueros, dejándote
llevar de un lado a otro atraída por la luna...
Y cuando por fin te has olvidado de todo aquello malo que te han hecho,
subes a la superficie a dejar que te dore la piel el sol, reflejándole,
y dejando que te caliente para dispersarte en mil gotitas de agua
evaporada, subiendo suave hacia el cielo, dejando atrás los océanos, y
sobrevolando el mundo en forma de nube. Conociendo más nubes que como tú
se han dejado evaporar, discutiendo con alguna para hacer algún trueno,
jugando con otras a hacer formas para que los que te miran desde abajo
adivinen, y sintiéndote ligera mientras sobrevuelas todo, hasta volver a
ver tu río, y cuando flotas sobre el lugar al que más te apetece
regresar, te encoges fuerte fuerte, haciéndote una pelota para pesar
más, y caer suavemente en forma de lluvia allí donde querías ir...
Cayendo sobre tu pelo gota a gota, regándote a tí y todo el suelo que te
rodea, resbalando suavemente por tu piel, por tu cara, por los hoyitos
de tu sonrisa, mientras abres los ojos poco a poco para volver, feliz, a
casa...
-kali dixit, kali drinkit-
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