Lunes, 07/07/2008 @ 10:57 PM

Por senderos

Otra vez la vista atrás, y otra imagen que recuerdo con tanto cariño. Recuerdos de lo que quiero en mi vida, de lo fácil que es conseguirlo cuando se consigue desprenderse de todo lo vanal.

Los senderos, sólo marcados por nosotros mismos, por lo que queremos a cada momento. Y la vida, algo tan pequeño y tan grande, que puede llevarse en una bolsa amarrada a la parte trasera de una moto:


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Jueves, 30/08/2007 @ 12:54 PM

En un tren

Llevaba toda la semana yendo a trabajar a un pueblo a 90 km de la ciudad. En ese país, el único medio de transporte asequible era el tren, aunque ya se había convertido en un auténtico experto en perder trenes y cambiar billetes. Esa misma mañana, incluso, había descubierto la forma de colarse en un tren para no esperar dos horas en la estación.

El día había salido muy bien y había terminado mucho antes de lo normal, así que fué a la estación con la esperanza de conseguir un tren que le devolviera a la ciudad a tiempo para comer.

Las colas en la venta de billetes eran increíblemente largas, como siempre, y después de esperar su turno la señorita nada amable del otro lado de la ventanilla le indicó por señas que para el tren que él quería tenía que ir a la ventanilla de al lado.

Con resignación y el volumen del mp3 a todo trapo se dió la vuelta desandando la larguísima cola de la ventanilla de al lado, y a medio camino le sorprendió ver a una pareja de occidentales, los únicos que había visto en aquella estación en toda la semana.

Él, un chico alto y fuerte, con cara de pocos amigos y unas gafas de sol innecesarias que agravaban su antipática apariencia. Ella todo lo contrario, más bien pequeña, cara dulce, con rasgos suaves y unos ojos alegres. Su mirada, la de ella, se cruzó con él en su camino y ambos se dedicaron una sonrisa cómplice como buenos extranjeros en un lugar tan extraño y a veces hostil.

Un rato después aquella pareja abandonaba la fila con sus billetes y por el camino de nuevo sus sonrisas se cruzaron, como despidiéndose. Cuando consiguió alcanzar la ventanilla el primer tren con plazas no salía hasta casi dos horas después, así que sin mucha más elección, decidió comer y pasar la espera en el KFC de la estación.

Pidió lo de siempre, no vaya a ser que le colaran otro pez empanado y picante, y subió a la segunda planta a leer tranquilamente mientras comía. Cuando consiguó una mesa libre se relajó por fin un rato y como solía hacer siempre su mirada empezó a navegar entre el mar de cabezas que le rodeaban. China es un país fantástico para perderse así, porque siempre había más gente alrededor de la que se podía contar.

Y en medio de aquel paseo ajeno al mundo que le rodeaba, como si los extranjeros tuvieran una especie de aura fosforita que hiciera fácil localizarse, vió a otra chica con pinta de italiana, alta, estupenda. Fea a su parecer, pero estupenda, con unas piernas interminables y unas gafas de sol exageradamente grandes colocadas innecesariamente también sobre sus ojos. ¿Dos del mismo tipo el mismo día, aquí? Parecía extraño.

La siguió con la vista hasta rozar el descaro, y después de dar vueltas por el restaurante encontró a alguien y se sentó con ellos... que resultaron ser la pareja de la cola de los billetes. Allí estaban de nuevo el tipo alto y la chica de ojos dulces. Y allí de nuevo sus miradas se cruzaron, compartiendo una de esas sonrisas que parecen decir "¿Otra vez?"

Pasó el tiempo inmerso en su libro mientras comía, y de cuando en cuando levantaba la vista a la sala, encontrándose siempre con aquella mirada, de manera más o menos accidental, y siempre sonriente. Una sonrisa que se contagiaba.

Como siempre el tiempo se le echó encima y tuvo que salir corriendo a la estación para no perder el tren. Cuando recogió su mochila y echó a andar buscó de nuevo a aquella chica, que aunque iba con otras dos personas, parecía estar totalmente sola e iluminada como una antorcha en mitad de la oscuridad. Sin embargo esta vez sólo encontró su mesa vacía.

Volvió a meterse en su mundo interior con la música a todo volumen y fué hacia la entrada de la estación. Allí, en el control de billetes, se encontraron de nuevo. Para no resultar pesado, trató de cruzarse lo menos posible y seguir en su mundillo y se dirigió a la sala de espera que le tocaba por su tren. Mientras subía las escaleras no pudo evitar echar una mirada disimulada atrás, y como si lo supiera de antemano allí se encontró al trío de italianos (o eso parecían) subiendo por las mismas escaleras. ¿Sería posible que también coincidieran en tren? En realidad aquella sala albergaba la espera de 5 trenes distintos, así que era poco probable.

Sacó su libro y esperó sentado a que les dieran paso al andén, aunque como llegaba con el tiempo justo apenas sí pudo pasar de página. Y mientras se saltaba la cola aprovechando una puerta abierta, miró de nuevo atrás y vió que los italianos esperaban en otra hilera, seguramente para otro tren. Así que mentalmente se despidió de ella, y con el libro en la mano y el dedo pillado para no perder la página, bajó hasta el andén flotando y sonriendo con tanta coincidencia, divagando sobre los cables de los trenes y el incomprensible sistema chino de control de pasajeros.

Cuando el tren llegó tuvo que correr hasta su vagón, el primero del convoy, porque allí los trenes no esperan a los pasajeros. Al subir se dió cuenta de que el billete que le habían vendido era de primera clase, y le entró la risa al encontrarse en un vagón de "lujo" (en la medida china) acompañado por apenas otros 3 pasajeros. Se acomodó e intentó abrir el velo que cubría la ventana, aunque era imposible, así que decidió poner el libro en la mesilla y leer tumbado como si hubiera pagado una primera clase.

Al medio minuto subió más gente al vagón, pero enseguida se puso en marcha y en total eran 10 personas en un vagón de 100. Pero tal como en el fondo se había imaginado, por el pasillo avanzaron los italianos hasta sentarse dios filas más alante. A mitad del vagón los asientos cambiaban de orientación, y dió la casualidad de que tal como se sentaron, ella quedaba frente a él, sólo dos asientos más alante.

De nuevo aquella sonrisa, esta vez más mantenida, una mirada larga de esas que no se despegan, de esas que tienen que significar algo a la fuerza. Aquellas formas, en el fondo, no podía evitarlo, le recordaban a una chica con la que había estado hacía tiempo, y quién sabe si por eso o símplemente por esa forma de sonreír, no pudo dejar de mirarla. De cuando en cuando bajaban los ojos a su libro él, a su cuaderno ella. A ratos perdían sus miradas por la ventana nostálgicamente, como perdiéndose en recuerdos que pasearan entre los árboles que el tren iba dejando atrás lenta pero incesantemente. Pero siempre, de una y otra forma, volvían a cruzarse.

El tiempo pasaba tan lento como las estaciones de camino a la ciudad, hasta que en una de esas miradas se decidió a levantarse y sentarse en el asiento de enfrente. "¡Hola! Es que como he visto que te has decidido a perseguirme he pensado que mejor nos presentábamos". Unas sonrisas compartidas, amplias, ya sin ser de refilón, unos besos inocentes en la mejilla, cuánto tiempo llevas aquí, a qué te dedicas, esas típicas conversaciones preformateadas que constituyen el repertorio básico de toma de contacto entre extranjeros; unos ojos azules tremendamente dulces aunque llenos de cicatrices de penas, algún que otro silencio que sorprendentemente (o no tan sorprendentemente) no se hacía incómodo; algunas risas y el tiempo alargándose, agradeciendo ambos que la señora antipática de la ventanilla les diera el billete del tren lento... Todo aquello pasó ajeno al resto del mundo que les rodeaba, y algo entre ellos empezó a acercarlos peligrosamente...

...

La megafonía del tren anunció en chino y en inglés macarrónico que llegaban a la estación de Shanghai. Y aquella escena de los dos pegados se empezó a desvanecer en el velo de la ventana entremezclándose con el paisaje de la ciudad que planta rascacielos de lujo en plena barriada de chabolas.

Desperezándose sin la menor de las ganas, él se levantó y cogió su mochila para guardar el libro que seguía abierto por la misma página que cuando se sentó, y con esa mala gana de odiar la realidad volvió su mirada hacia ella antes de bajar del tren. Allí estaba, de nuevo, dedicándole otra sonrisa pero sin decir nada. Le devolvió la sonrisa con una mueca triste de adiós y saltó al andén.

El camino a la salida de la estación de Shanghai es como un gigantesco túnel por el que se embotan miles de personas en una auténtica riada humana, y de nuevo el mar de cabezas ajenas y la música le ahogaron en sus pensamientos mientras en su cabeza nacía esta historia. Al salir de la estación el calor húmedo insoportable del verano monzónico le sacudió como si quisiera cruzarle la cara, y tras andar media manzana hacia la parada de taxis se quitó los cascos, se dió media vuelta y empezó a buscar como un loco entre la marea humana que abarrotaba la plaza.

Tarde, al final, como siempre. Aquellos ojos dulces, aquella conversación del sueño, aquella sonrisa, aquella historia que parecía ser... todo aquello murió en un sueño, entre la transparente tela del velo del tren.

Cabreado consigo mismo corrió a la parada de taxis, mirando contínuamente alrededor pero ya sin fe, sabiendo que sólo había una manera de darle vida a esa historia muerta en el tren. Llegó a casa, enchufó el ordenador, y comenzó a teclear: "En un tren..."

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Lunes, 30/07/2007 @ 05:58 AM

En avión

Vuelo sobre Siberia, todos duermen nmenos yo. Mis ojos llevan ya mucho tiempo acostumbrados a la falta de luz, y por eso un leve destello en una ventanilla llama mi atención.

Busco un sitio donde poder asomarme, navegando sobre un mar de cabezas inclinadas y roncantes, hasta que por fin logro encontrar por donde mirar afuera.

A lo lejos se distinguen las primeras cumbres del Himalaya. Estamos volando por una ruta poco común para evitar una zona de tormentas, pero el caso es que bajo nuestro avión todo parece sumido en una preciosa calma. Algunos puntitos muy dispersos de luz sugieren pueblos que se me antojan desesperadamente lejanos del resto de la civilización. Tal vez un buen lugar para perderse.

La noche es clara y apenas se ven unas pocas nubes agrupadas en pequeños montoncitos parecidos a las manchas de harina que inundan la cocina de un panadero.

Y todo allí abajo se ve tan fácil porque una luna llena enorme corona toda la escena, con su cara tumbada de irse a dormir, mirándome directamente a los ojos, saludándome en silencio, guiñándome un ojo y mandándome besos de encargo.

Me quedo mirándola y me lleva a lugares lejanos, a los millones de ojos que la han mirado esta noche pidiéndole que envíe sus mensajes. Hasta que encuentro el mío, hasta que encuentro esos ojos.

Y por fin, consigo sonreír.

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Lunes, 04/06/2007 @ 08:04 AM

El río

Cierra los ojos, déjate llevar, vente conmigo...

Estás en mitad de un bosque, donde todo huele a verde, a tierra húmeda, a aire limpio. Los árboles no son demasiado densos y la luz del sol lo inunda todo, lo convierte en un lugar agradable para perderse, para pasear durante horas. Por todos lados oyes el trinar de los pájaros, la hierba pisada por algún animal que pasea cerca, pero sólo te infunde un sentimiento de que todo está en su lugar, en orden, en paz.

Andas entre los árboles sin seguir un camino establecido. Lo creas tú misma, decidiendo a cada árbol por qué lado bordearlo, qué dirección tomar, dejándote envolver por la naturaleza, por su manto mágico de vida, su tranquilidad. Cada árbol que dejas atrás tiene una historia a sus espaldas, una larga vida observando tranquilamente este sitio, guardando los caminos escondidos, sirviendo de guía para muchos animales, de hogar para otros, susurrandole al viento historias para que las lleve tan lejos como pueda, intentando que otros como tú vengan por estos parajes.

Y sigues andando, adentrándote en el corazón del bosque, recorriendo todos sus rincones, haciendo tu propio camino que nadie más recorrerá nunca, no igual que el tuyo, atenta a cada sonido, a cada olor, a cada color. Andas sin saber, pero sobre todo sin preocuparte, la dirección en la que vas. Hace ya muchos árboles que ese tipo de preocupaciones se quedaron demasiado lejos para escucharlas, y su recuerdo es tan sólo un eco en tu memoria. Un eco tapado cada vez más por el sonido agradable de agua sobre rocas, un sonido que llevas escuchando un rato, que llama tu atención, hacia el que te diriges curiosa.

Unos árboles más alante empiezas a vislumbrar un claro en el bosque, y el olor a humedad se hace cada vez más claro, mas fuerte, llenándote y llamándote a buscarlo, hasta que descubres entre tanto verde un río de agua clara, reflejando la luz del sol como si fuera un espejo. Y descubres que ese sonido que ahora lo llena todo proviene de una cascada enorme que queda a un lado, una caída de agua en forma de cola de caballo que termina estrellándose abajo sobre un lecho de rocas suavizadas por el constante rodar del agua sobre ellas.

Te asomas a la cascada sin miedo, sintiéndote segura en este mar de tranquilidad, dejando que el olor a agua rompiendo contra las rocas te llene por dentro, limpiándote. Dejas que el vértigo se convierta sólo en un recuerdo envuelta en el sonido del agua que sube desde ahí abajo, y entonces miras hacia el otro lado, hacia donde viene el agua.

Ves cómo el río se retuerce entre los árboles del bosque, creando (él sí) su propio camino, inmutable en apariencia, pero tan cambiado a través de los años. Te imaginas remontando el río, viendo todo aquello que éste agua que cae al fondo de la cascada ha visto antes de llegar aquí, encontrándote otros ríos que confluyen en éste, que lo alimentan, que significan caminos alternativos mientras sigues imaginando que remontas río arriba.

Y subes más y más, haciéndo el río cada vez más estrecho, cada vez menos caudaloso. Dejando poco a poco el bosque atrás, subiendo montaña arriba por un camino cada vez más escarpado, cambiando árboles por matorrales y más arriba matorrales por rocas, convirtiéndote en arroyo, aparentemente insignificante, pero sabiendo en lo que se convertirá más abajo. Te dispersas filtrándote entre las rocas, en la tierra, convertido en hilillos de agua pura, cristalina, hasta fundirte con la nieve que vive en la montaña.

Y desde esa altura miras abajo, ves el mundo a tus pies, puedes imaginarlo todo, puedes ver el curso remontado, cómo se mete de nuevo en el bosque, como se pierde entre las ramas de tanto verde, cómo llegas hasta esa cascada... y allí te ves, de pie junto al río, mirando ensimismada hacia arriba, ensoñada con el viaje que acabas de hacer, y de un vuelo vertiginoso vuelves desde lo alto de la montaña hasta la cascada.

Parpadeas por fin, como si hubieras despertado de un sueño, con una sonrisa en los labios, y mirando el agua que pasea delante de tí, decidida a precipitarse cascada abajo. Y de nuevo te imaginas transportada por ella, saltando al vacío sin miedo, dispersándote en el aire para estrellarte contra las rocas, acariciándolas para hacerlas más suaves, rehaciéndote de nuevo abajo de cada una de tus gotas, para seguir tu camino hacia delante, siempre hacia delante.

Y te paseas entre más rocas, conviertiéndote en rápidos, nerviosa, ruidosa, llamando la atención en medio del bosque, llamando a más gente para que, como tú, se queden ensimismados con el agua que ahora eres pasando delante suyo. Otras veces te conviertes en aguas tranquilas, paseando tranquila entre las raíces de los árboles que beben de tí, disfrutando de la película que es la vida mientras pasas por ella. Otras incluso te detienes en seco, queriendo abarcarlo todo, tranquila, quieta, silenciosa, convertida en un lago donde los demás puedan ir a divertirse, a jugar, a disfrutar de un día agradable. Abarcando y escondiendo vida dentro de tí, guardando secretos que sólo reverlarás a quienes tengan el valor y las ganas de zambullirse dentro de tí para conocerlos. Dejando que la gente nade en tí, sujetando barquitos de vela haciéndolos flotar y meciéndolos para cuidar a la gente que va encima de ellos. Creando y viviendo de la paz y la calma.

Pero al final encuentras un camino por donde seguir avanzando, hacia delante, cada vez más grande, cada vez con más cantidad de agua, arrastrando más vida en tu interior, regando campos, viendo mundo. Y creciendo, creciendo tanto que al llegar a una ciudad, sus habitantes te enmarcan, te engalanan, te engrandecen construyendo cosas a tu paso, viviendo de tí, orgullosos de tí. Y te sientes importante y señorial, dejando que te mimen como tú mimaste más arriba todas las cosas por las que has pasado. Y te sientes orgullosa de poder llevar sus barcos, de servir de medio de vida a tanta gente, cargando sus pesados transportes y recibiendo su cariño.

Pero cuando dejas la ciudad atrás ves de repente que a pesar de tanto trato señorial, de tanta admiración como para ponerte en sus postales, la ciudad te ha contaminado llenándote de mierda, de cosas que ya no quieren como si fuera tu responsabilidad llevarlas lejos de sus cómodas y estúpidamente sedentarias vidas. Así que asqueada corres, corres todo lo que puedes empujada por la enorme cantidad de agua que ya llevas contigo, hasta terminar desembocando al mar.

El mar, un mundo infinito de lugares a los que ir. Una cantidad tan ingente de agua en la que limpiarte, en la que nadar hasta hacer desaparecer todos esos desperdicios, haciendo olas o tranquila a la luz de la luna y las estrellas. Recorriendo el mundo en rápidas corrientes submarinas, hablando con las ballenas y decidiendo a tu antojo en qué costa del mundo prefieres despertar al día siguiente. Visitando los fríos polos o las cálidas playas del caribe, bajando hasta los más profundos abismos que nadie más ha visto o nadando el pacífico entero en la cresta de una ola. Empujando transatlánticos y cargueros, dejándote llevar de un lado a otro atraída por la luna...

Y cuando por fin te has olvidado de todo aquello malo que te han hecho, subes a la superficie a dejar que te dore la piel el sol, reflejándole, y dejando que te caliente para dispersarte en mil gotitas de agua evaporada, subiendo suave hacia el cielo, dejando atrás los océanos, y sobrevolando el mundo en forma de nube. Conociendo más nubes que como tú se han dejado evaporar, discutiendo con alguna para hacer algún trueno, jugando con otras a hacer formas para que los que te miran desde abajo adivinen, y sintiéndote ligera mientras sobrevuelas todo, hasta volver a ver tu río, y cuando flotas sobre el lugar al que más te apetece regresar, te encoges fuerte fuerte, haciéndote una pelota para pesar más, y caer suavemente en forma de lluvia allí donde querías ir...

Cayendo sobre tu pelo gota a gota, regándote a tí y todo el suelo que te rodea, resbalando suavemente por tu piel, por tu cara, por los hoyitos de tu sonrisa, mientras abres los ojos poco a poco para volver, feliz, a casa...

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Lunes, 04/06/2007 @ 06:48 AM

Un viaje en globo

Hace mucho tiempo, un día en casa de Mamen en que ella tenía un ataque de ansiedad muy raro, vi a Ral hacer algo que en su momento me pareció mágico:

Tumbó a Mamen en un sofá, con los ojos cerrados, y empezó a susurrarle cerca del oído una historia, un cuento, un viaje: un viaje en globo.

Él iba introduciéndola en el mundo del viaje, contándole que se subía a un globo, y que empezaba a llenarse de aire caliente para despegar. Mientras le contaba la historia, de tanto en tanto le preguntaba por detalles que ella tenía que ver e ir contándole, como de qué color era el globo, la ropa que vestía, si había alguien más a su lado...

Luego despegaba y soltaba los amarres, y el viento empezaba a llevarles, a ella y su globo, por donde le parecía bien. Sobrevolaban una pradera, mientras Mamen contaba cómo era la hierba, qué animales o personas veía, si había ríos, si había carreteras... Después volaba hasta las montañas y Ral seguía preguntándole acerca de la nieve que había, y cientos de miles de detalles.

20 minutos después del despegue del globo, lo hacían aterrizar. Mamen abrió los ojos con una sonrisa enorme en la boca y una sensación de tranquilidad que no dejaba de sorprenderla, flipando por cómo la había llevado hasta hacerle olvidar lo que fuera que le había causado aquel ataque de ansiedad.

Auqella noche charlé durante horas con Ral, entre kalimotxos y birras, sobre la capacidad de mover el cerebro de la gente con la voz, sobre cómo hacerlos desviarse de sus preocupaciones, sobre lo que, de un modo u otro, podríamos llamar hacer magia. Discusiones de borrachos que se sienten capaces de cambiar el mundo, de hacerlo girar a su antojo, o de al menos ayudar a que la gente cambie sus mundos personales.

De aquello hace ya más de un año. Y si Ral leyera esto, me gustaría darle las gracias por enseñarme a hacerlo, por la cantidad de veces que he llevado a alguien de viaje, sólo con el poder de un hilo de voz. Por la cantidad de veces que he podido ver esa misma expresión de felicidad, sorpresa y agradecimiento juntas al regresar del viaje. Porque aprender de él me permitió ver esos ojos diciéndome "No sabía que me querías tanto".

Y en su honor inauguro una nueva sección donde ir colgando alguno de esos cuentos, de esos viajes que más me han gustado.

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