Sábado, 07/07/2007 @ 05:57 AM

Celos

Celos. Siempre me ha hecho gracia esa palabra. Siempre me imagino a la persona con celos como un muñequito peleando por escaparse desesperadamente de una bola de papel celo que lo envuelve. ¿Por qué se llaman celos? ¿Por qué el papel celo se llama igual? Creo que podría hacer una Farlopa(tm) con ésto.

Recuerdo la primera vez que sentí celos en mi vida. Estaba con Bea y aquello era de lo más normal en nuestra vida. Recuerdo aquella sensación como si fuera algo habitual, lo normal, lo suyo de una relación. Como si no pudiera existir una cosa sin la otra.

Recuerdo como aquello se volvió contra mí en aquél mismo momento. De pronto lo que valía por un lado no valía por el otro, sus celos eran normales y los míos totalmente infundados a la par que molestos.

Molestos. Creo que es un adjetivo que se queda muy corto.

Recuerdo también la vez que peor lo pasé por celos. No fue la vez en que más fuertes fueron los celos, más bien fue la vez que peor lo pasé por las personas que implicaba. Mi novia en aquel momento y uno de mis mejores amigos. Mamen y Rafwer. Dos personas a las que quiero mogollón, y de repente no podía verlos juntos. Era ridículo.

En aquella ocasión sentí cómo todo mi estómago se daba la vuelta dentro de mí, mezcla del asco y los nervios. Asco por mí mismo, porque lo peor de aquella situación era ser consciente en el fondo de lo ridículo de la misma. La lucha interna entre el subconsciente celoso y el subconsciente racional. Las hostias entre los sentimientos y el amor hacia esas dos personas. El odio a mí mismo por sentir aquello.

Pero recuerdo también que por más que lo intentaba no podía evitarlo. Era como si un lago se desbordara dentro de mí y por más que quisiera contenerlo no había manera. Ningún dique de contención era suficiente, ningún ejercicio de autocontrol valía. Y eso sólo hacía que me diera más asco a mí mismo.

De aquello no me queda el recuerdo del miedo a perder a mi novia, ni la rabia por las sospechas que en algún momento pudieran parecer fundadas. De aquello sólo queda el asco por mí mismo, la rabia por no poder controlarlo, por ser algo que he odiado siempre y que de repente me superaba. La impotencia por esa superación.

Recuerdo la última vez que sentí celos. La misma lucha interna entre lo que mi cabeza me decía y mis intestinos me decían. La misma sensación de asco constante, la misma búsqueda en todo segundo de algo a lo que dedicar mi atención para no tener que odiarme a mí mismo. La espiral de asco que iba creciendo a cada segundo que mis tripas se revolvían pensando en esa sensación.

Quisiera creer que es algo que puedo controlar. Quisiera poder controlarlo, evitarlo, ponerme una vacuna que me haga no ser imbécil, que evite ese revuelto de tripas que hace que todo mi ser se revuelva contra sí mismo. Quisiera poder tumbarme y mirar las nubes en un cielo azul, respirar tranquilo y saber -como sé- que no pasa nada, tener presente lo que importa, dejar volar al infinito ese miedo que genera asco.

Esa última vez los controlé bastante. En comparación con otras, claro. Pero no lo suficiente. El asco siguió allí. El odio por mí mismo también. El miedo a estropearlo todo por esos celos: ese es otro grano que colmaba un saco ya desbordado. El asco y el miedo, mezclados en una dosis mortal.

La próxima vez prometo envolverme a mí mismo en una bola gigante de papel celo y lanzarme rodando cuesta abajo por alguna calle, rebotando entre los coches, las paredes, las bicis. Espero que así desaparezca esa sensación de estar apunto de vomitar.

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