Viernes, 25/02/2022 @ 12:03 AM

Monólogos

Me siento delante del teclado y como si fuera un buen amigo le suelto mi verborrea de cosas que me pasan por la cabeza. El teclado, paciente, escucha sin cesar (transcribiendo incluso) todo aquello que tengo que soltar porque mi cabeza es un hervidero constante. Pero los ojos de su pantalla me miran impasibles tanto si hablo como si callo.

Desahoga, pero no calma. Vuelco mi cerebro, mi alma, en este sumidero que nadie lee. Y si un árbol cae en la soledad del bosque y no hay nadie allí para escucharlo, ¿acaso hace ruido?

Me escondo en mis monólogos conmigo mismo delante de una pantalla que es un espejo de mi alma, porque el mundo es mucho más fácil así. Porque esta pantalla que no responde, a cambio de no hacerlo, tampoco juzga. Porque no hiere con su incompresión ni confronta tus dudas. Pero tampoco me ayuda a despejarlas. A menudo sólo me hace aflorar más y más preguntas, más inseguridades.

Mis monólogos me ayudan como terapia a tratar de sacar ideas que hierven en mi mollera y que la hacen sentir como que va a reventar. Pero es una terapia tramposa. Rebaja la presión pero no libera, de algún modo sólo suelta con la falsa promesa de que esto me va a quitar el dolor de cabeza, pero la realidad es que lo retrasa hasta la próxima ebullición, y el ciclo se repite.

No se si existe una salida a esto o mi única opción es seguir soltando a ratos esperando que la siguiente tarde mucho en llegar.

Me gustaría ser muchas cosas. Más alto. Más delgado. Más guapo. Otra persona. Pero lo que de verdad me gustaría es ser más valiente, más consecuente con mis propias convicciones y más decidido a hablar sobre ellas sin temor al dolor, sin sentirme como una niña pequeña que no se atreve a levantar la mirada porque al otro lado hay unos ojos que no comprenden.

Cuando me siento así me siento horriblemente sólo en el mundo y el miedo me atenaza y nada de lo que quiero funciona. Mis pilares se desmoronan y me paseo por los días arrastrando los pies y tratando de mantener de alguna manera la compostura. A fin de cuentas, ¿qué queja tengo? ¿A qué aspiro? Vivo como me da la gana en un mundo de lujos que la grandísima mayoría del planeta ni siquiera puede soñar.

Y si todo está tan bien, ¿por qué me siento vacío? ¿Por qué esta tristeza no se va?

"Disfrazando mis palabras con sonrisas de papel
no conseguiré ocultarles
las heridas de mi piel."

Me levanto y sigo. El mundo me necesita. Mi mundo me necesita. Es mi deber. Las cosas se tienen que hacer y hay gente que depende de ellas. Y yo, diligente, obediente, consciente de mi responsabilidad y de la importancia, me la trago, me callo, sigo adelante y me planto mi sonrisa de papel. A fin de cuentas, no hay mucho que pueda cambiar ahora, y si voy a tener que hacerlo de todas maneras mejor hacerlo con una sonrisa. Así será más fácil para todos. Para ellos, pero también para mí.

Continúo mi monólogo. Muchos más me quedan. En él me prometo que mañana será distinto, que convertiré este monólogo en una conversación. Pero el miedo es fuerte y dentro muy dentro sé y temo a partes iguales que cuando intente sacar de nuevo la conversación ésta se convertirá en otro monólogo y volveré a escapar abruptamente de él excusándome para ir al excusado y huir, como su huir fuera una opción, comprando un poco de tiempo para dejar que el aire se enfríe otra vez y que todo se arregle con un dejar que las cosas sigan el curso natural de las mismas.

Tal vez mañana no. Tal vez sea diferente. O tal vez la siguiente vez.

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